martes, 29 de noviembre de 2011

Las cámaras de mi casa


Tiene las cámaras de mi casa una inquietante capacidad conmemorativa; son como un pozo de recuerdos en los que aún me desplomo y que me hacen descender, sin desearlo, a otros días allí vividos, a un tiempo remoto, al ayer lejano de la infancia; allí y entonces celebré yo la creación del mundo, allí y entonces escribí el prólogo de mi autobiografía, allí comenzó para mí ese tiempo sin tiempo de todos los principios, entonces busqué mi primeras quimeras. Allí y entonces fue el origen de mis sentimientos, una época que recuerdo por sueños descontrolados, por el color del aire, por el olor de las natillas con canela y de los roscos de anís de mi abuela, por el sabor del arroz con leche y la torta en lata comida a escondidas. Yendo hacia atrás en la memoria, y aún más hacia atrás, siempre, termino siendo un par de ojos, una mirada sobre un mundo lento, sólido, seguro, tranquilo, el único mundo posible de aquellos días.

A veces quiero convencerme de que ha habido una continuidad, y que aquel niño tan lejano que se entretenía sin hacer nada, soñando y leyendo al capitán trueno también era yo, temiendo que la vida rompa el hilo que me une a mi pasado, porque a medida que pasan los años, devastando, como el caballo de Atila, lo vivido, mi ayer se va haciendo más remoto, más ajeno a lo que soy hoy, y acabo siendo un extraño al que le parece no haber vivido los recuerdos que su memoria almacena, me veo como otra persona.

Como las paredes almagra deslucida de la cámara veo oxidado mi pasado, oxidado por las sombras que el tiempo va adhiriendo a mis recuerdos, pintado con una oscura pátina y sumergidos en un crepúsculo perpetuo. Pero en medio de ese mar de sombras flotan islas de luz, instantes iluminados en mi memoria, quién sabe por qué caprichosa o enigmática razón. Momentos que soy capaz de volver a recrear aún hoy, muchos años después. Y lo más curioso es que suelo ver peripecias secundarias, escenas menudas.

Guardo una clara imagen de la cámara en penumbra, la puerta cerrada; afuera, un pesado sol de siesta y de verano apretándose contra el tejado. Por el resquicio y los agujeros de la vieja puerta se cuelan unos hilos de luz que cortan el aire caliente de la habitación, que es oscuro, pegajoso y quieto como el agua estancada de la balsa de Narila, y uno de ellos ilumina parte de la portada de un libro de Julio Verne que leía a escondidas, cuando debía leer los triunviratos romanos y terminar las ecuaciones. Me acerco a cogerlo y descubro un prodigio: mi mano recortada e iluminada por el hilo de sol, roja y luminosa, casi transparente, en la que se distingue el hueso en su interior. Repetí la escena muchas veces, aún la repito cuando por la persiana de mi despacho se cuela un haz del sol de la tarde.

Nunca como entonces el tiempo fue tan quieto, ni el sol tan dorado, ni la realidad tan clara y precisa, nunca como en esos recuerdos del principio, cuando el mundo estallaba bajo mis ojos como una granada con el sol de otoño, cuando la vida se presentaba como un gran regalo envuelto en papeles de colores, sutilmente cogidos con celofán y una guitilla de seda, que yo deseaba arrancar de un tirón en vez de dehacer la lazada tirando suavemente del cabo. Nunca, como entonces, la tierra fue tan firme.

Publicado por Pepe Alvarez

2 comentarios:

Isabel dijo...

El mundo visto desde la perspectiva de los ojos de un niño. Me parece Pepe, que todavía queda mucho de ese niño. ¡¡Felicidades!! No es fácil mantener tan viva la ilusión de la infancia.

Enrique dijo...

Releyendo la entrada.
Todos tenemos esos momentos menudos, iluminados por ese haz de luz de la memoria, que se hace denso en el polvo de unas cámaras. Hojas secundarias de un verde intenso, mientras los troncos, oscurecidos por la bruma del tiempo, no se alcanzan ni a intuir.
Muy difícil convertirlos en palabras como hace Pepe.