¡Qué curioso! Comprobar como la vida zigzaguea entre las lápidas en incesante movimiento.
Se limpian y embellecen sepulturas mientras los mármoles florecen.
La peta, la brocha, el estropajo y el ir y venir de los cubos con agua. Las flores nuevas van llenando los jarrones mientras las viejas se acumulan en el viejo contenedor de las afueras. La fuente de la entrada mana vida mientras, al fondo, los cielos de la Contraviesa difuminan los olivos, los almendros y las viñas.
Esta tradición cristiana, tan arraigada entre nosotros, podrá cambiar de forma pero dificilmente se perderá.
Porque la vida es un hilo de recuerdos del que tiran aquellos a los que amaste o aquellos que te quisieron. El abuelo, el esposo, el padre o el hijo, o aquel amigo perdido. Aquellos que te acompañan y siguen en tu memoria. Los fieles difuntos, como los llama la Iglesia.
Porque nos hace felices dedicarles, de nuevo, un rato de nuestro tiempo.
Para ilustrar cualquier entrada no hay nada mejor que recurrir a uno de los grandes. Para mí, el más grande que pueda ilustrar las tradiciones alpujarreñas, es Enrique Morón. Por ello, en esta época de cementerios, os dejo una de sus perlas:
Cementerio de Narila de Enrique Morón Sur les maisons des morts mon ombre passe Paul Valery Subimos la ladera ungidos por la calma del verano de aquella tarde. Era nuestra emoción paloma que en la mano su corazón golpea clamando libertad. Como una tea se puso el sol sonoro sobre las lontananzas doloridas por efluvios de oro. Y eran las amapolas como heridas abiertas a la brisa de breves labios o espiral sonrisa. Subimos lentamente, que la amistad no es nunca presurosa, y estrecha la serpiente del sendero buscaba, jubilosa, un olmo sosegado en donde platicar con más cuidado. Unidos por afanes tan elocuentes como la poesía. ¡Oh locura! ¡Oh desmanes que ignora el vulgo con su idolatría al pérfido, ligero resplandor de la fama o el dinero! Silentes y gozosos. Ensimismados de estival paisaje libamos, generosos, cárdenos vinos, que cual fino encaje acariciaban labios para fluir dialécticos y sabios. ¡Cuánta naturaleza! ¡Cuánto gozo se esconde y cuánta pena bajo la cal aviesa, o enmohecida penumbra de alacena! Pueblo de los alcores; espigas blondas y sangrantes flores. Pueblo petrificado en el alto silencio de las horas. Indolente. Callado. Expuesto al vértigo de las auroras. ¡Cuánta sabiduría hay en los ojos de fulgente umbría! Hombres como la tierra, nacidos desde el grito de la arcilla. Dólmenes de la sierra, de busto azul y apuesta maravilla. Manos para la espiga, para la piel, la piedra y la fatiga. Allá por las alturas Venus exhibe su blancor de gala y Apolo, sin premuras, en los rescoldos de la tarde exhala un amor verdadero hacia la estela del primer lucero. Cumplido el asueto, porque es virtud de la amistad templanza, dejamos con discreto afán las arduas calles, la esperanza tras florecidas rejas: cárcel de amor, remedo de las quejas. De nuevo en el camino, sierpe escondida que a la luz esquiva; promesa de un destino donde yace la duda. Fugitiva es la emoción del viento. Senderos de la muerte. Y el tormento. Pasadas la cancela y las primeras lápidas albinas, donde la luz flagela su tierna claridad por las esquinas marmóreas, me asemejo a este ciprés escueto, pulcro y viejo. Cesaron los coloquios, pues todo parecer es amargura. Íntimos soliloquios brotaban en la tarde pulcra y pura. Pequeño cementerio. Cumbre de soledad. Breve misterio que a sí mismo se sueña por los oscuros campos de la nada. Austeridad roqueña. Desolación. Vacío de alborada. Memoria del olvido. Ausencia de la luz y el sentido. Lápidas inclementes al llanto de los hombres. Altaneros valles de mármol. Fuentes que desbordan dolores o luceros. Heridas del amor. Roja, sobre la nieve, está la flor. Cipreses centenarios. Lechetreznas bravías. Jaramagos. Cruces y relicarios. Oscuros bronces de pasión. Halagos en breves epitafios altisonantes, trascendentes, zafios. Aquí todo es quietud. Nada altera el silencio. Piedra rasa. El tiempo en su prietud, o nueva dimensión por donde pasa la imagen de las horas fundidas al fulgor de las auroras. ¡Qué serena fluidez! ¡Qué dichosa amargura! Por la brisa brinca la ingravidez de los cuerpos ausentes, la sonrisa de sutiles quimeras. ¡Gestos marfiles y oquedades hueras! Nacer o sucumbir o naufragar. El hombre y el vacío de su verdad. Fluir, en agresivas aguas, por el río que hacia la mar culmina. Vivir, soñar, morir. Mi alma se obstina en fijar el instante con solidez de piedra, la memoria con densidad brillante; y en un segundo resumir la historia. Del gesto su escultura y del amor cenizas. Sepultura que alberga unos huesos gravedad o terneza, confundidos con fresas o con besos en la celebración de los sentidos. El poder y el fracaso. La miseria y el miedo. Y el ocaso. La ambición y la ira. La profunda soberbia. La osadía. La virtud. La mentira. La vanidad. La apuesta rebeldía. Y la dúctil nevada de una caricia en piel enamorada. Todo yace en la sombra, pues todo fue festín de los gusanos: cuerpo gentil, alondra de las verdes riberas. Bruscas manos. Desvencijadas frentes. Frágiles ríos. Sólidos torrentes Hay cal en las paredes que hieren a los ojos con destellos bermejos. En sus redes devoran las arañas a los bellos insectos. Y la tarde roja de nimbros o guadañas arde. Arde la tarde y pasa dejando cicatrices y mejillas laceradas. ¡La casa de los muertos! Avenas amarillas en espigados haces. Y el vuelo de los pájaros fugaces. La hoguera de los montes se va difuminando. Los levantes se tornan horizontes argentinos y en pálidos instantes la noche ruiseñora vuelve a plañir su canto y da su hora. Sin pasos presurosos, con el ceño fruncido por la pena volvimos, cautelosos, a la ronda estival, tras esta escena de mármoles y cruces; de esbeltos pinos y fulgentes luces. De nuevo en la vereda, con el desvelo de la blanca luna estampada en la seda del crespón de la noche de aceituna, tornamos a la vida y al olor de la sombra florecida. Los astros surtidores. Los grillos crepitantes y sus claves. Los canes husmeadores. Las alimañas y nocturnas aves. Y los ocultos cauces de los prados de pámpanos y sauces. El pueblo parecía un grito de luciérnagas. La brisa acariciaba, hería. ¡Cuánta emoción! ¡Enhiesta la sonrisa! Y fueron generosas las celindas, las dalias y las rosas. |
Publicado por Enrique
No hay comentarios:
Publicar un comentario