miércoles, 2 de noviembre de 2011

Cementerio de Cádiar

No se ve desde ningún punto del pueblo y eso es un acierto; el camino es agradable, sobre todo en otoño cuando clima ha perdido la aspereza del verano y las higueras de calabacilla se muestran generosas. Subimos con la cabeza baja por la fatiga de la cuesta y al coronarla, a la izquierda se ven las copas de los pinos surgiendo por encima de la tapia, la cual da acceso al interior por una alta puerta de hierro defendida de las vistas por una hilera de cipreses que sujetan el polvo de los coches en sus ásperas y oscuras hojas. Al subir los dos escalones contra el rostro choca una vaharada de indecible paz; la paz venerable, ininterrumpida de los muertos; la paz que sólo se rompe por la sordina confusa de un saludo, o levemente por el ruido del agua y una mujer agachada llenando un cubo para limpiar el mármol de una tumba familiar, o por el suave murmullo de una conversación a finales de octubre, cuando en el campo santo se limpia de los jaramagos que florecieron en abril, de lechetreznas secas y se engalana de cal y efímeras flores. Uno se pregunta cuántas personas reposaran ya aquí, e imagina la algarabía que se oiría de ser vivos en vez de muertos los que en este lugar descansan, y para quienes se prepara su fiesta anual.

Uno recuerda otros cementerios y el olor a pino a pesar de no ser pinos toda la arboleda; uno piensa que este es el más limpio de cuantos cementerios ha conocido, el mejor situado, el más higiénico: nos viene a la memoria el olor a cuerpos en corrupción de otros en los que hemos sentidos náuseas por las emanaciones percibidas. Aquí los pinos están en fraternal camaradería con los cipreses, cobijando bajo su opacidad las losas blancas de las tumbas y los puntos en el camino propios para el descanso y el saludo de los futuros moradores. Los caminos centrales dibujan una cruz latina apropiada al santo lugar, y las moradas de los que yacen se esparcen de forma simétrica en austera y rígida disciplina, como si el lugar de descanso fuese un campamento militar.

Uno sabe que el primero de noviembre siempre hay un rato al medio día que cae el sol de macetilla, pero que a la vez que el peso del calor de la tarde empieza a aligerar tus espaldas comienza a meterse la humedad del otoño en los huesos de los que vendrán algún día para quedarse, gravitando sobre nuestro ánimo una imprecisión definida que tan pronto parece de paz, con ausencia de todo, como de agobio y fatiga espiritual por el apremio del “bronce de los días”. Hay tumbas con lápidas blancas junto a tumbas con lápidas negras y otras, simplemente, caballones de tierra bien labrados, planchados con mimo por el revés de la azada, con una cruz de hierro oxidada y un ramo de flores contrahechas en la parte más alta, y también hay ya modernos nichos que harán que este cementerio sea más parecido a otros; sobre el mármol hay descripciones largas que muestran el cariño de los que vendrán por los que ya están, junto a descripciones escuetas que nos recuerdan quien pudo ser, o quien es, porque aún lo recordamos; tumbas blancas, tumbas negras, grises o bermejas, todas soportan el sol de agosto, “todas se cubrirán de nieve en el invierno”.

Aquí no existe el osario, yo al menos no lo recuerdo, como hemos visto en otros cementerios, aquí cuando se da tierra a un cuerpo se le da a conciencia, con generosidad, como todo lo que aquí se hace. El hoyo, en rigor, es un verdadero hoyo, un abismo sin fin, y la tierra colorá, empujada por una sinfonía de lamentos, de palas, vino y bacalao, cubre por toneladas los cuerpos, y los huesos que surgen cuando un familiar va a reunirse con lo que se habían ido antes, los huesos que surgen abrazan al cuerpo que los visitan y, juntos, impregnados del mismo sentimiento, sin prisa para dar nuevos abrazos, esperan que sus seres queridos los visiten, bien para lavarles la cara al mármol que les cubre, bien para fundirse en ese abrazo bajo la oscuridad que les acecha, o bien bajo esa luz cegadora en la que a muchos les gusta pensar que caemos.

Publicado por Pepe Alvarez

3 comentarios:

Enrique dijo...

"hay un rato al medio día que cae el sol de macetilla"
Expresión típicamente alpujarreña.
Como se diría en Facebook "me gusta".

Maria Jose dijo...

De pequeña me gustaba ir al cementerio en esta fecha, pasear por sus pasillos y detenerme en aquellas tumbas que me llamaban la atención a leer los epitafios o a ver si conocía a la persona de la foto.
Este es el primer año que mi padre no está con nosotros y no he paseado por ningún cementerio, no ha sido necesario. Sus cenizas reposan en el monte de San Cristóbal o Ezcaba, es el monte que vigila esta ciudad, así que lo veo todos los días, desde allí nos cuida. Te quiero papá

Enrique dijo...

Despues de este último comenterio...
¿Qúé más se puede decir?