lunes, 28 de noviembre de 2011

Es difícil garabatear...


Es difícil garabatear más de cuatro palabras seguidas con un mínimo de sentido, cuando la emoción es fuerte y las lágrimas comienzan a humedecer y a empañar los ojos…
Sin embargo, amigo Enrique, me siento obligado a tus recuerdos y a tus quimeras, que en esta ocasión, también son las mías.

La posada es el tiempo de la Vida y la muerte…

Es la Vida cuando un niño devora con rabia la merienda de las cinco, sentado en aquel tranco interminable de inocencia, bajo el portón exhausto de la historia.
Es la muerte cuando la Vida se detiene  a las cinco en otra casa, tras otra puerta, en otra memoria. Y pasa la muerte delante de la Vida y un hombre de negro mira al niño y el niño mira a la muerte, camino del tiempo, camino del hombre.

Y vuelve cruel y canalla, la muerte, en forma de olvido; y la Vida se olvida del niño y no se acuerda del hombre y no se acuerda de nada.
Y otra vez pasa altiva por delante, y otra vez lloran el hombre y el niño camino del olvido, camino de la muerte.

¡Es la Vida! porque los dos pretenden que sea la Vida, aunque sus paredes blancas ya no sean blancas y sus balcones estén desnudos. Es la Vida, porque el tiempo es eterno aún en la mirada transparente de su madre muerta. Porque es infancia todavía cuando el hombre de negro reza ante la tumba de su padre y recuerda cada rincón en cada risa y en cada cuarto, apenas llanto y apenas muerte.

Es la Vida, sobre todo es la Vida porque su Paco, puntual a la cita, ha vuelto otra vez esta tarde con su R-10 granate y lo ha aparcado en la puerta, delante del tranco, delante del niño que brinca contento con su perro para abrazarlo.
Es la Vida, sobre todo es la Vida que al hombre le devuelve su infancia y al niño que espera impaciente le devuelve feliz a su Tata; que le cantaba, que le enseñaba, que lo colmó de sueños y de Vida… que lo quería.  

Es la Vida, porque desde la cámara que ya no es nada, su tía Chon insiste, lo llama. Y el niño sube y le vuelve a releer las cartas de sus hijas que sus ojos cansados ya no leen. 
Es el niño que libraba mil batallas con su viejo sheriff de plástico gris y el caballo blanco del gran jefe amarillo, mientras ella escribía. El niño que esperaba ansioso a que el ventanal del verano se abriese para devorar  Vida y rumiar sueños junto a su primo Mario y su primo Rogelio, a veces también, junto a su primo José Antonio.

El gran teatro de la Vida, porque también fue teatro, sí; y música y circo, y hasta poesía; zagaleando puchericos, terraillos, huertos y camarotes compartidos con Juan José y Manolito, con Paquito el de Matías y con Javier, en una casa apenas unos metros más arriba. Y cuando bajaban Serafín y Enrique y subían los de la Calle Baja, las horas de Vida se hacían eternas a golpes de futbolín y bicicleta, de banderola, de trompos, de boli, de silencios…

Es la Vida, cuando el niño corre nervioso todavía, a veces hasta el Calvario, y vuelve gritando a la placeta: ¡Que ya vienen! ¡Que ya vienen los Reyes Magos! Es la Vida detrás de la Banda, ¡ay la Banda! protagonista musical de una fantasía inacabada. Era la Vida escuchando atentamente las conversaciones ininteligibles de los últimos arrieros de la Contraviesa en aquellos ajetreados días de mercado, cuando la posá era un trajín de idas y venidas.

Escaleras arriba, escaleras abajo. Cuando se funde el hombre con el niño, cuando se funde el niño con el hombre; recuerdo…

Una desgastada cartera de color marrón, el descargaor; aquellas extrañas sillas de anea sin respaldo, primer escenario del cantante, primer escenario del hombre; un almanaque en la despensilla sin fecha, sin tiempo, con un cadavérico San Jerónimo que me asustaba muchísimo; aquel ciclópeo caballo de cartón al que nunca subí; la encrespada oreja de lobo, impregnada de almagra, que descollaba insultante por el cañizo roído del techo de la cocina; el cántaro bajo la alacena, el angosto pasillo y la cortina de anillas grandes, la mesa de en medio, la salilla; la ventana abierta al verano, otra vez; una guitarra desafinada, una partitura en blanco; el entrañable chinero, biblioteca improvisada y Portalico de Belén en Nochebuena; el jarro de aluminio lleno de agua, pausados sorbos, mi padre, la butaca; un tabaque sobrado de trapos y calcetines para zurcir, la sonrisa ancha y amorosa de mi madre y a veces, alguna copla, algún remerino que ahora no logro recordar… Escaleras arriba, escaleras abajo y otra vez la cámara, con sus puertas sin puerta y sus ventanas sin cristales; el terrao y la enorme chimenea; la autopista que franqueaba mi flamante Porche rojo, mi Dodge-Dart de policía y la vieja camioneta que mi tío Pedro me compró aquel día en la tienda chica de Mercedes; el Voltios ladrando; el caserón de Tía Anica la Sardina enfrente (perdón si me excedo a la confianza); el subiero de Matilde, la casa de Emilica; el Brrio Bajo, abajo; al otro lado Gurriales, sempiterno Gurriales, y el río…

Me duele el alma cuando paso por delante de aquel niño (ahora apenas si paso) eternamente sentado en su tranco, aferrado a su merienda de las cinco. Me duele el alma cuando paso y me duele, pero paso y me detengo y aunque me duela, casi siempre paso mirando a la Vida, olvidándome de la muerte.

Enrique, ni yo mismo hubiera hecho mejor, conociéndola palmo a palmo como la conozco y aún guardo en mi memoria, la descripción tan vertebrada y exacta que haces de la posá… por cierto, la historia y la leyenda quedan pendientes para otra entrada que prometo, sufridos blogueros que habéis llegado hasta aquí, mucho más corta y menos aparatosa.

Publicado por José L. Prats

4 comentarios:

Enrique dijo...

Un esplédido comentario para la entrada anterior.
¡Tanta emoción en el recuerdo!
Es obligada una entrada independiente.
Mi recuerdo y mi cariño, Pepe Luis.

cojayero dijo...

Poesía en prosa con tintes lorquianos que describen magistralmente las formas de la Vida. Cuantas leyendas puede encerrar una vieja posada..... Saludos

Isabel dijo...

Y eso que era difícil garabatear más de cuatro palabras seguidas... Mis recuerdos son menos románticos (como siempre). Apenas recuerdo la posada con gente. Mi madre me cuenta que era refugio de arrieros, que en época de mercado o feria venían con sus "bestias" y allí se hospedaban hasta la hora del trato. Me habla tambien de Encarnación, encargada de la cocina y de su hija Kika que atendía la limpieza del mesón. Eran otros tiempos...otra forma de vida. Lo que está claro, es que tal como dice Enrique no sabemos sacar partido de nuestra historia. Romántica o legendaria, real o imaginaria, pero historia a fin de cuentas.En definitiva, nuestro patrimonio.

José Francisco Alvarez dijo...

Cuánto sentimiento y qué bien medido. Estoy muy de acuerdo en la opinión de que tiene tintes lorquianos. Duele la muerte, duele la ausencia y el olvido, incluso duele la vida de tanto querer retenerla en la memoria, de desear vivirla como fue pero que ya no será. Duele como la "pena negra" que es más que pena porque en ella no cabe la esperanza.
Pepe Luis, el texto es una maravillas. Espero que te prodigues en este espacio que tu amigo Enrique nos brinda.