sábado, 18 de junio de 2011

Las campanas


En mi pueblo hay una iglesia, y en la iglesia hay una torre, y en la torre las campanas.

Dong … dong, los sonidos de mi pueblo.
Dong … dong, los sonidos de mi infancia.
Dong … dong, sonidos para las noches, para las horas del día.
Nací bajo las campanas de la torre de mi pueblo. Su sonido familiar, tan molesto para algunos, yo ni siquiera lo oía.

Ding, que ya son las dos y cuarto.
Ding ding, que ya ha llegado la media.
Ding, ding, ding, que ya son las menos cuarto.
Ding, ding, ding, ding … dong,   dong,   dong, las tres de la madrugada.
Dormí bajo las campanas sin sobresaltos del bronce, que vibrando a cada cuarto, volaba por los aleros.

Los martillos del reloj aporrean las campanas. No hacen falta manecillas que dibujen las esferas, ni fosforescentes dígitos contando una cuenta eterna.

Recuerdo a Paco Dumont, más en punto que el reloj, subiendo todas las tardes la espiral de la escalera para retorcer los muelles con la llave de su cuerda.

Recuerdo bien los sonidos. Los espaciados y lentos que señalaban la muerte. Campanas serias con golpes lentos. Personas tristes de pueblo en duelo. Sonidos dobles. Impulsos dobles con las dos cuerdas que bajaban la espiral de la escalera.

Recuerdo bien los sonidos. Los agolpados repiques lazando risas a la viento. Cuatro campanas al vuelo, girando sobre sus ejes. Con los ejes engrasados por los sueños de los niños que felices empujaban.

Repiques para San Blas, para sus nueve novenas.
Repiques para domingos, para sábados de gloria.
En primeras comuniones, junto al arroz de las bodas…
Repiques de días de soles, gesto serio y ropa nueva.
Repiques de viejas noches, de juegos y peloteras, en la plaza de la iglesia.

Y recuerdo las carreras, salpicadas de empujones, de una escuadra de mocosos, saltando los escalones, subiendo las espirales, atropellando rellanos, para llegar el primero a voltear  las campanas.
Y recuerdo las carreras, salpicadas de empujones, de una horda de mocosos, saltando  los escalones, bajando las espirales, atropellando rellanos para salir el primero, escapando de las voces del larguirucho Melchor, cuyo hostal era la torre de la iglesia de mi pueblo.

Recuerdos y más recuerdos. Otros años, otros tiempos.
Hoy las cosas han cambiado. Las campanas son las mismas pero lo torre es distinta.
Ya no hay cuerdas al doblar ni las campanas voltean para poder repicar.
Nadie sube por las tardes para empujar el reloj, ni los insomnios se cuentan con vibraciones de bronce.
No hay lechuzas ni hay  Melchor y los niños ya no corren saltando las espirales hacia el cielo de la torre.




Escribiendo estas líneas apareció en mi memoria un poema de hace años que pertenece al “ROMANCERO ALPUJARREÑO”, escrito por Enrique Morón en los años 60. Años de juventud para él y que yo leí, por primera vez en los  80, años de juventud para mí. Los años de juventud son años de sensaciones, de idealismos de experiencias desbordadas y, por ello quizás, los más poéticos de la vida.
Para mí, Enrique Morón es la persona mas destacada de la cultura en La Alpujarra. Le profeso admiración y me alegra conocerlo y poder hablar con él con la mayor cordialidad y normalidad.
Pero, ahora, lo que quiero es transcribiros el poema que iluminó mi memoria mientras recordaba el tañir de las campanas de mi niñez.

LAS CAMPANAS

Cuando era niño jugaba,
y por juego lo tuviera,
en el alto campanario
de la torre de mi iglesia.
Sus bóvedas ocultaron
mi juventud indiscreta.
Exhibían sus cornisas
mi arrogancia volandera
y por amplios ventanales
me asomaba a las estrellas
desde la tarde de invierno
al alba de primavera.

Amé los juegos prohibidos
por la libertad que ostentan:
el murmullo de los pájaros,
el silencio de la hierba,
la soledad de las horas,
eternas horas, eternas.
Amé los juegos prohibidos
como quien ama de veras
el fuego de la amapola,
la nieve de la azucena
donde la pasión se enfría,
donde la pasión se quema
como el bronce cuando vibra,
como el bronce cuando suena.

De todas mis distracciones
la mayor de todas era
la de tocar las campanas,
es decir: jugar con ellas;
porque lo mismo me daba,
aunque lo mismo no fuera,
dar clamores a un entierro
que aleluyas a una fiesta.

Pero pasaron los años
y, efímera, su pureza
oprimióme el corazón
para volverlo de piedra;
y las hojas de mi árbol
cayeron amarillentas
desde el caudal de mi risa
hasta el caudal de mi pena.

Ya recuerdo con nostalgia
Las campanas de mi iglesia,
mas encuentro en sus latidos
cercanos la diferencia
que toda campana tiene
en otoño o primavera;
que de cantar a llorar
hay crepúsculos, tinieblas
que el niño sólo distingue
dando más o menos fuerza
a los juguetes de hierro
desde sus manos de seda.
Pero pasaron los años
y quedaron sus estelas
en el azul de los aires,
en el verde de la hierba.

Hoy cuando pienso en la muerte,
o me invade la tristeza,
o el corazón se me inunda
de espinas y de culebras,
de soledades amargas
y de amargas experiencias,
sólo pienso en una cosa:
las campanas de mi iglesia.
Las campanas que ayer fueron
juguetes de mi inocencia
serán aquellos latidos
que lloren cuando me muera.
Y otro niño subirá
y moverá la lengüeta
como un juguete de hierro
desde sus manos de seda.

Y entonces cuando me lleven
hacia la tierra bermeja,
me habrán de decir adiós
las campanas de mi aldea.
¡Campanas de mi niñez,
juguetes de mi inocencia!

Enrique Morón (Romancero Alpujarreño).


Publicado por Enrique

3 comentarios:

Enrique dijo...

Escrito una mañana de mercao. Entre venta y vanta y en contínuo sobresalto.

Isabel dijo...

Lo tuyo tiene mérito Enri. Y eso que dicen que los hombres no podeis hacer dos cosas a la vez.

Muchas felicidaddes para Mary, que me ha dicho un pajarito que hoy es su cumple. ¡¡Y que cumpla muchos más tan requeteguapa como hasta ahora!!. Un besote.

Enrique dijo...

Sabelita. Los hombrs podemos hacer muchas cosas a la vez, tenemos muchos apéndices. Y, además, pensamos.
Claro que eso tu ya lo sabes!